MÁS ALLÁ DE LA CAPERUZA ROJA

Por EDGAR VERNE

Caperucita no comprendía por qué la abuela se negaba a mudarse de su casa en el bosque a una casa mejor en el pueblo. Una casa en la que, además, estaría más cerca de ella. Caperucita quería mucho a su mamá, pero la relación con su abuela era especial. Le gustaba pasar los domingos en su casa. El olor a galletas y a canela inundaba sus

sentidos, envolviéndolos en una dulzura reconfortante que parecía acariciar su alma. Dos cosas que siempre llamaron su atención, eran que su abuela no le permitía quedarse a dormir, y la enviaba de regreso a su hogar al menos tres horas antes del atardecer.

 Una mañana, mientras ambas disfrutaban de galletas caseras y té en la mesa de la cocina, Caperucita decidió abordar el asunto nuevamente.

 —Abuela, no entiendo por qué no quieres mudarte al pueblo. Vivirías más cerca de nosotros y estaríamos encantados.

 La abuela dejó escapar un suspiro y miró por la ventana hacia el bosque, con una expresión distante en su rostro.

 —Caperucita, cariño, hay razones por las que me siento más segura aquí en la cabaña. Cosas que ocurrieron hace mucho tiempo.

 Caperucita frunció el ceño, intrigada. Rara vez su abuela hablaba de aquellos días.

 —¿Qué pasó, abuela? ¿Por qué no te sientes segura en el pueblo?

 La abuela parecía luchar con sus palabras antes de responder:

 —Hay una leyenda que dice que una sombra ha estado rondando estos bosques. Mucha gente dice que es solo una superstición, pero temo que sea real y que pueda seguirme. También se dice que hay algo en este bosque que la mantiene a raya. Algo que ha estado protegiéndonos durante décadas.

 Caperucita, intrigada y un poco asustada por la expresión seria de su abuela, decidió profundizar en el tema.

 —¿Qué es esa sombra, abuela? ¿Por qué te persigue?

 La abuela vaciló antes de responder:

 —Ya dejemos esta conversación.

 Caperucita sintió un escalofrío recorriendo su espalda. Aquella conversación dejó más preguntas que respuestas, pero al menos comenzaba a comprender los temores de su abuela.

 La anciana también le decía que no quería que se encontrara de noche perdida en el bosque, porque algunos cazadores comentaban que un lobo muy feroz rondaba entre los árboles.

 —¿Tú no le tienes miedo al lobo? —le preguntó en una ocasión.

—El lobo no me hará daño, Caperucita —respondió la abuela—. Él no se atreve a venir aquí.

—Entonces, es él, el que te tiene miedo a ti. ¿Por qué no me puedo quedar esta noche?

—Debes hacerle caso a la abuela —dijo por toda respuesta—. Ahora ve, corre a casa, y que nada te distraiga. Te quiero mucho. Te espero el domingo próximo. Adiós Caperucita.

—Abuela, por favor, ya no me llames Caperucita. Ni siquiera utilizo la caperuza roja. Soy una mujer.

—Claro, hija, a veces me olvido que tienes quince años, y eres toda una mujer —dijo la anciana sonriendo complaciente ante los sentimientos de la adolescente.

El bosque se sumía en la oscuridad, a pesar de que el sol aún se alzaba en el cielo. El pueblo no quedaba lejos, apenas a unos diez minutos de camino, aunque Caperucita solía llegar en menos tiempo, pues corría como su abuela le ordenaba. Los árboles, retorcidos y sombríos, parecían cobrar vida propia. Las hojas, que aún pendían de las ramas en ese otoño tardío, susurraban palabras que la chica no alcanzaba a comprender.

 "No tengo por qué seguir corriendo", pensó en un instante, deteniendo sus pasos. "¡Ya

no soy una niñita!", exclamó en voz alta, aunque solo estaban presentes ella y los árboles. Miró a su alrededor: árboles, arbustos y un sinfín de hojas que alfombraban la tierra. Su curiosidad insaciable y su anhelo de explorar lo desconocido la impulsaban. En ese momento, tuvo una idea audaz, o quizás una idea temeraria. No lo sabría con certeza hasta que la pusiera en marcha. La idea consistía en quedarse en el bosque hasta el anochecer, y luego regresar a la casa de su abuela. Quería demostrarle que los miedos que le había inculcado eran infundados, que lo de un lobo feroz era solo una leyenda infantil sin fundamentos, leyenda en la que ella ya no creía ni temía.

 Exploró el lugar sin alejarse demasiado, consciente de su falta de conocimiento sobre el bosque, y del temor a perderse. Mientras avanzaba, escuchó el susurro del viento entre los árboles y el crujir de las hojas bajo sus pies. Sus sentidos estaban alertas, y por un momento, creyó escuchar pasos sigilosos. Entrecerró los ojos intentando descubrir qué los había provocado. Vio la silueta de un animal y sintió palpitaciones nerviosas en su pecho.

 El atardecer pareció desvanecerse rápidamente, quizás debido a la emoción de su nueva aventura. Las sombras de los árboles se volvieron más densas, y llegó el momento de sorprender a su abuela. El terreno, accidentado, la obligó a caminar con cautela para evitar tropezar. Se ocultó detrás de un tronco partido que quedaba justo frente a la ventana de la cabaña. Desde allí, podía divisar la luz de las lámparas en su interior. Las sombras de antiguos muebles altos danzaban en una de las paredes, proyectadas por el fuego de la chimenea.

 Caminó con cautela hacia la puerta de entrada. Sabía que la abuela nunca cerraba por dentro, así que abrió lentamente la puerta. No aguantaba la risa pensando en la reacción de la mujer cuando la viera entrar. Cuando lo hizo, miró hacia la cama y vio a su abuela allí, sentada en el borde, inmóvil. Un escalofrío recorrió su cuerpo. La anciana no pareció darse cuenta de su presencia. Sus ojos estaban abiertos y vidriosos, y su mirada parecía perdida en el espacio. Su piel estaba pálida, como si la sangre no fluyera por sus venas.

 —Abuela, ¿estás bien? —preguntó Caperucita con temor en su voz.

 La anciana giró lentamente sus ojos hasta encontrarse con los de ella, mientras una sonrisa retorcida se extendió por su rostro. "Caperucita, querida, has llegado justo a tiempo”, dijo.  Hablaba con tono suave, pero algo turbio resonaba en sus palabras, y eso hizo que la chica retrocediera. Miró a su alrededor. El interior de la cabaña no estaba como siempre. No había olor a dulces ni a canela. El aire estaba denso, dificultando la respiración. Era como si una presión invisible apretara contra el pecho.

 —¿Qué te ha pasado, abuela? —preguntó, cada vez más asustada.

—Nada, querida —respondió su abuela con una risa que erizó la piel de Caperucita—.

 La chica retrocedió hacia la puerta, pero algo la detuvo. La puerta permanecía abierta, sin embargo, no pudo avanzar hacia ella. De entre las sombras proyectadas por la chimenea, surgió una figura que parecía cobrar vida propia. Era como un espectro oscuro, que abarcaba desde el piso hasta el techo. El espectro rió, y su risa llenó la cabaña como un eco profundo de una cueva oscura.

 "Has entrado en mi dominio, Caperucita", dijo la sombra. "Y ahora, me perteneces". La chica clamó por la ayuda de su abuela, pero ella sólo la miraba sonriendo. Caperucita se sintió arrastrada hacia el espectro, como si unas manos tiraran de ella. Se resistía, pero era incapaz de detener aquella fuerza.

"Es hora de que te unas a nuestra familia, querida", susurró la abuela, mientras la sombra parecía agitarse con el movimiento de las llamas. “No te resistas”, dijo su abuela con ternura. “No te pasará nada”, aseguró la anciana.

 —¡Abuela… despierta! —gritaba Caperucita—. ¡Por favor, despierta!

 En realidad, quien esperaba que todo aquello fuera un sueño, era ella.

 —¿Por qué, abuela? —preguntaba con desesperación cuando ya estaba casi pegada contra la pared donde la sombra se proyectaba.

—No es nada malo, querida.

—¡No! —gritó la chica.

—¡Oh, sí! —exclamó la sombra—. ¡Claro que serás tú! ¡Tu abuela nunca quiso entregarte, pero tú sola lo has hecho! —La sombra ya parecía cubrir toda la cabaña.

 Un viento fuerte azotó la puerta y apagó las lámparas. El cielo se cubrió de nubes espesas. Se avecinaba una gran tormenta. El fuego ya no iluminaba y las lámparas menguaron su luz. La oscuridad comenzó a llenar la cabaña. Caperucita no dejaba de resistirse, pero sus fuerzas disminuían a medida que la sombra se agigantaba. Su mente estaba confundida. No se daba cuenta si ella comenzaba a ser parte del espectro, o este era quien se introducía en su interior.

 De pronto, se escuchó un aullido potente. Por un momento, las garras invisibles que detenían a Caperucita parecieron aflojar su presión. La puerta que el viento había cerrado se abrió estrepitosamente. La chica apenas pudo girar la cabeza, pero alcanzó a ver la figura parada bajo el umbral. Un rayo iluminó el cielo y pudo ver la silueta. Era un animal: un lobo. Las luces de los relámpagos brillaron en su pelaje blanco. Caperucita sintió que todo estaba perdido. Ella en poder de aquella sombra, y su abuela a merced de un lobo. Su mente ya no podía pensar, sólo quería que todo se terminara.

 El lobo aulló una vez más, y la sombra en la pared se retorció. El animal, lleno de rabia, abrió su boca amenazadora. Las manos invisibles tiraron de Caperucita hacia el espectro. En un salto audaz, el lobo avanzó y embistió con fuerza a la abuela, quien cayó hacia atrás sobre la cama. La anciana, como si despertara de un trance, se incorporó y observó con ojos desorbitados la impactante escena que se desarrollaba ante ella. Sentía dolor en todo su cuerpo, pero sobreponiéndose a ello, se abalanzó sobre Caperucita intentando liberarla. El espectro emitió un bramido que hizo vibrar el aire. En ese momento, Caperucita pudo ver brillar los ojos ambarinos del lobo, y abandonó la resistencia con que se oponía a los deseos de la sombra. No supo por qué, pero el pánico que la atenazaba se disipó de repente. El lobo gruñó con fiereza, dio otro salto, golpeó contra los cuerpos de Caperucita y la abuela, que tiraba de ella para alejarla de la sombra, y los tres cayeron pesadamente al suelo. El animal solo giró sobre sí mismo y quedó de pie frente a la sombra. Caperucita ayudaba a la anciana a incorporarse.

 —¡Levántate, abuela! ¡Tenemos que salir de aquí! —gritaba la chica frenéticamente.

 El espectro pareció disminuir. Las llamas de la chimenea crepitaban violentamente mientras empezaba a iluminarse con más intensidad la habitación. La sombra se agitó como si se estuviera defendiendo de una fuerza invisible, mientras el lobo seguía rugiendo. El animal y la sombra luchan en un torbellino de energía. El lobo parece absorber la oscuridad de la sombra, y su pelaje comienza a oscurecerse lentamente a medida que la sombra se desvanece. Un rayo resuena en el cielo, y un último aullido del lobo llena el aire antes de que sea engullido por completo por la sombra.

 —¿Qué… qué ha sido todo eso? —preguntó Caperucita sin salir de su asombro.

—Hija —dijo la abuela—, esa sombra ha vivido en esta cabaña desde que yo era una niña. Cuando tu madre nació fue muy difícil mantenerla alejada de él, por eso me alegró mucho cuando conoció a tu papá y se fueron a vivir lejos de aquí.

—Pero ¿qué es ese espectro? ¿Y el lobo blanco?

—Hace muchos años, esta cabaña estaba ocupada por un viejo ermitaño. La gente del pueblo comenzó a acusarle de que hacía artes ocultas, y aunque él lo negó, una noche vino un grupo de hombres y le quitaron la vida. Desde ese momento, esa sombra comenzó a aparecerse cada cierto tiempo esperando encontrar a un descendiente de aquellos hombres.

—¿Y por qué yo? –preguntó Caperucita sobrecogida.

—Porque tu abuelo formaba parte de aquel grupo —respondió la anciana dando un profundo suspiro.

—¿Y a ti no te hacía nada?

—Siempre que el viento comenzaba a soplar, y las luces de las lámparas disminuían, un lobo blanco comenzaba a rondar la casa, y todo volvía a la normalidad. Una leyenda dice que ese lobo es un guardián del bosque, pero nadie del pueblo lo ha visto nunca. Yo sí lo veía… aunque nunca tan cerca como hoy.

—Será mejor que nos vayamos de aquí —advirtió Caperucita.

 Salieron de la cabaña. El viento se había detenido y el cielo estaba despejado. La luz potente de la luna iluminaba el camino.

 —Por favor, abuela —dijo la chica—, ya no regreses aquí, quédate a vivir con nosotros.

—Eso haré, querida. Siempre tuve miedo de ir a vivir al pueblo, y que esa sombra me siguiera y no pudiera detenerla. Pero creo que ha sido su final.

—Y parece que el final del lobo también. Desapareció engullido por la sombra.


 En ese momento, un potente aullido llenó el bosque. Las mujeres se detuvieron un momento, miraron hacia atrás y sólo vieron la espesura de los árboles. Siguieron su camino, y ya nadie volvió a aquella cabaña.  

 







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